LA CRUDA REALIDAD DE LAS ORGANIZACIONES POLÍTICAS CAÑETANAS...
Escribe: Guillermo Peña H.
“En filosofía como en política, yo estoy a favor de todas las teorías que niegan la inocencia del hombre, y también de todas las prácticas que lo tratan como a un culpable. Cuando todos seamos culpables, la democracia será una realidad” (Albert Camus, 1956).
La política parece aplicar la tonta idea de que para estar bien el otro tiene que estar mal, tiene que desaparecer o ser eliminado, y todo porque, para muchos, el fin justifica los medios. Los políticos locales parecen haber olvidado que para lograr el desarrollo y progreso que tanto prometen en sus discursos y mítines de campaña, hay que trabajar en equipo, que vivimos a través de otras personas, que convivimos en un entorno en el que el otro tiene que existir. Sin embargo —para empezar con la letanía—, en todas las organizaciones políticas los candidatos se promocionan y pasean en distintos medios públicos sin estar aún nominados oficialmente mediante el proceso de elecciones internas que exige la ley, favoreciendo no a la democracia interna de su organización, sino a su miserable y sórdida acción individualista.
La búsqueda desesperada del triunfo electoral se basa en la adquisición de candidaturas (pagando un buen precio por el alquiler), adhesiones (desertando de un partido o movimiento regional para migrar a otro, convirtiéndose en un transfuga) y fichajes de última hora (sobre todo de gente pudiente que invierte dinero a la causa, sin importar el origen de este).
¿Y el partido? El partido pasa a segundo plano. ¿Y los militantes? Ellos no importan, se vuelven tontos útiles, al igual que los jóvenes que son reclutados temporalmente para hacer el trabajo de campo, existiendo sólo hasta publicado el resultado de las elecciones, convirtiéndose el candidato en la única figura predominante apta para captar la inversión económica que necesita su organización, y en la mayoría de casos, sacando provecho de esa plata.
Esta situación, repetitiva cada cuatro años, debe ser urgentemente revertida; los militantes deben exigir el respeto de sus derechos como tales y denunciar los abusos y expropiaciones cometidos por sus efímeros “líderes” políticos, que trasgreden las normas (el Reglamento Interno de su organización y la Ley de Partidos Políticos) e invalidan las decisiones de sus dirigentes.
La presencia negativa de estos actos terminan oscureciendo la senda política, ocasionando una grave ruptura de la confianza de la ciudadanía hacia el partido o movimiento político en crisis, algo que se traduce en los pésimos resultados que publican las encuestas periódicamente, las que revelan la impopularidad de un grupo humano definido por un porcentaje miserable, por una cifra que los posiciona al final de la lista de las preferencias. Esta desconfianza interna genera una convivencia hostil entre los integrantes de la organización, y de esa manera resulta imposible pensar en una convivencia armónica, en conseguir consensos que permitan llegar hasta el objetivo principal: ganar las elecciones, gobernar respetando la democracia y satisfacer las necesidades de la población, no sólo la de su rebaño fiel.
“Nadie piensa donde todos lucran; nadie sueña donde todos tragan; lo que antes era digno de infamia o cobardía, de pronto se torna título de astucia. Las jornadas electorales se convierten en burdos enjuagues de mercenarios o en pugilatos de aventureros. Y su justificación está a cargo de militantes sumisos y electores ingenuos que creen en la parodia del actor principal: el candidato egocéntrico y prepotente. Los partidos adornan sus listas con nombres respetados, sintiendo la necesidad de colgarse del blasón intelectual y humanista de algunos individuos selectos. Por cada hombre de mérito hay decenas de sombras insignificantes”.
Los propietarios del partido, llámese a los secretarios generales, que por carencia de prospectos, de fondos y búsqueda de la única característica clave para el triunfo electoral (la billetera gorda y abundante de algún inversionista), aceptan a “ricos empresarios con fortuna de dudosa procedencia, pagando los votos coleccionados por agentes impúdicos. Señorzuelos advenedizos que abren sus alcancías para comprarse el único diploma accesible a su mentalidad amorfa; asnos enriquecidos que aspiran a ser tutores de pueblos, sin más capital que su constancia y sus millones. Necesitan ser alguien y creen conseguirlo incorporándose en la política y gobernando a los borregos leales al mal menor”.
Lo cierto es que la población está madurando, está aprendiendo a pensar. Ya nadie entrega gratis el poder y la legitimidad a cualquiera. Esto ha obligado a los políticos a ganarse el respeto en la cancha, con acciones, ya no con palabras y promesas utópicas, reiterativas y trilladas.
Los candidatos a la alcaldía y a la región deberían dejar sus broncas de lado y trabajar por ofrecer propuestas reales en bien de los objetivos comunes de su circunscripción, de su país. Esa es la única manera de que la población les crea y que los síntomas de una sociedad enferma desaparezcan definitivamente. Créanme.